El porqué y el cómo del estallido PeruanoOmar Coronel

El porqué y el cómo del estallido Peruano

¿Cómo una sociedad civil relativamente débil como la peruana pudo organizar una de las protestas más grandes de América Latina y tumbar un gobierno autoritario en solo 6 días?

Como ya se ha detallado en este blog, el 9 de noviembre el presidente peruano Martín Vizcarra fue vacado por el Congreso que lo acusó de incapacidad moral debido a denuncias por corrupción y nombró a Manuel Merino como presidente interino. El controvertido uso de la figura de la incapacidad moral era el último capítulo de una serie de enfrentamientos entre el ejecutivo y el legislativo desde 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski ganó la presidencia con una bancada minoritaria. Desde entonces, ambos poderes del estado se han enfrentado utilizando sus prerrogativas sin ningún autocontrol, situación que llevó la renuncia de Kuczynski en 2018, la disolución del Congreso en 2019 y ahora a la vacancia de Vizcarra.

Esta crisis, resultado de nuestro experimento de una democracia sin partidos, tiene como protagonistas a políticos amateurs con horizontes temporales de muy corto plazo, preocupados solo en sus intereses particulares y muchas veces vinculados a agendas mafiosas. Esa atomización generó una incertidumbre permanente, traiciones de todo tipo, y reacomodos frecuentes de estas coaliciones de independientes, que el 9 de noviembre lograron negociar lo suficiente para coordinar la vacancia sin tomar en cuenta que el 78% de peruanos estaba en contra (Encuesta Ipsos de octubre). Otra encuesta de Ipsos del 16 de noviembre mostraría que el 88% se opuso a la vacancia y que el 94% rechazaba a Manuel Merino como nuevo presidente.  Las cifras de este rechazo son un primer paso para entender cómo se logró movilizar masivamente a peruanos contra el ilegítimo gobierno de Merino.

 

Antecedentes

Si bien el Perú es un país que no ha tenido estallidos nacionales desde las marchas contra la dictadura de Alberto Fujimori en el 2000, sí ha tenido muchas protestas. Es más, es uno de los países con mayor participación en protestas en América Latina de acuerdo con datos de LAPOP de los últimos 15 años. Los peruanos protestamos mucho, pero nuestras protestas suelen ser fragmentadas y locales. No tenemos organizaciones sindicales o campesinas, o movimientos sociales fuertes que ayuden a agregar demandas a nivel nacional. Algunas excepciones son nuestro robusto movimiento de derechos humanos, que permanece desde los años 80 y se reactiva en las movilizaciones contra el fujimorismo y la corrupción; el movimiento amazónico, que se activó sobre todo a partir del conflicto del Baguazo en 2009; y el nuevo movimiento feminista, una red de diversas colectivas que han tenido un rol clave en la politización de jóvenes centennials en los últimos años. Si bien estos movimientos han liderado grandes protestas en las últimas dos décadas, estas no han sido muy frecuentes y rara vez han sido al mismo tiempo nacionales y masivas.

En particular, en 2019, el gobierno de Vizcarra disponía de dos válvulas de escape que lo diferenciaban de otros gobiernos de la región. Por un lado, la percepción de satisfacción de la lucha contra la corrupción. A diferencia de países vecinos, los peruanos veíamos a políticos antes intocables entrar a prisiones preventivas por su vinculación con escándalos de corrupción locales o internacionales. Vizcarra capitalizó esta lucha y la convirtió en épica cuando finalmente cerró el Congreso usando una interpretación discutible de las causales establecidas en la Constitución. El 85% aprobó el cierre y la popularidad del presidente se disparó. De otro lado, Vizcarra, muy consciente de su debilidad al no tener partido, bancada ni aliados poderosos, trató permanentemente de responder a los conflictos sociales con negociación y diálogo. A diferencia de sus pares regionales, Vizcarra evitaba la represión, con lo que lograba impedir el escalamiento de las protestas.

Sin embargo, en 2020, se va cerrando la válvula de escape de la lucha contra la corrupción y los dramáticos efectos de la pandemia hacen recrudecer la desigualdad. El nuevo Congreso elegido exhibió los mismos problemas que los peruanos rechazaban del anterior. Es más, se consolidó la percepción de múltiples mafias detrás de varios parlamentarios. Además, el mismo Vizcarra fue acusado de corrupción. Al mismo tiempo, el hecho de ser uno de los países más afectados por la pandemia a nivel global generó un malestar que se iba acumulando. Solo durante los 106 días de la cuarentena nacional hubo 525 protestas a nivel nacional. Pero, a pesar de todo esto, la mayoría de los peruanos seguía considerando a Vizcarra y su gobierno como el mal menor. Vizcarra sobrevive un primer intento de vacancia en septiembre. Ocho de cada diez peruanos preferían que Vizcarra acabe su período y conduzca las elecciones de 2021 al mismo tiempo que era investigado.

 

La amenaza como catalizador y los medios de difusión de los centennials

La vacancia del 9 de noviembre fue una enorme sorpresa que generó gran indignación, y este es el primer elemento para entender el estallido peruano. Como mencioné arriba, el rechazo a Merino como presidente interino fue prácticamente unánime. Ese rechazo se explica porque se le consideraba representante de los intereses de las agendas mafiosas en el Congreso, que constituían una enorme amenaza a varias reformas que la mayoría de los peruanos valoraba, como la reforma educativa. Un sector de esas mafias estaba vinculada a empresarios educativos que habían perdido con las reformas por la calidad de las universidades. De otro lado, se temía la rápida erosión democrática: ya se habían concentrado dos poderes del estado (ejecutivo y congreso) bajo el mismo bloque, y se temía que justo esta coalición termine decidiendo los nuevos miembros del Tribunal Constitucional, con lo que comenzarían a capturar la tercera rama del estado. Cuando el gobierno de Merino elige un gabinete con gente vinculada a la derecha más conservadora del país, que hace décadas no gana elecciones, estos temores comienzan a hacerse realidad.

Como señala el sociólogo Paul Almeida (2019), las amenazas pueden ser mayores movilizadores que las oportunidades políticas. La indignación al ver a la “coalición vacadora” repartiéndose un poder ganado ilegítimamente constituyó un shock moral, un malestar visceral debido a normas valoradas que se pensaban estables y se rompen inesperadamente. Es esto lo que hace que el 94% de peruanos se oponga a Merino y que se genere el objetivo de sacarlo del poder.

Este shock moral parece impactar particularmente en los centennials, jóvenes de 18 a 24 años que de acuerdo con la encuesta LAPOP de 2019 era el grupo etario con mayor satisfacción con la democracia, mayor apoyo al sistema, mayor tolerancia política y mayor interés en política. La percepción de amenaza terminó empujando a que muchos de estos jóvenes que antes no se habían involucrado en temas públicos se politicen y comiencen a participar de distintas formas en la protesta. Su involucramiento llevó a que politizaran también redes sociales como Instagram y TikTok. Y esto es clave porque significó la disponibilidad de un enorme y dinámico altavoz para la difusión de la protesta. Un ejemplo para pensar en los números, el hashtag #MerinoNoEsMiPresidente alcanzó 10.5 millones de vistas en TikTok. La mayoría de jóvenes influencers peruanos se sumaron a la protesta. Además, las características de estas redes facilitaban la difusión de información en formatos lúdicos y con diseños personales, algo que incentivaba la participación y no se había tenido antes en las protestas. De acuerdo a la encuesta del IEP, un insólito 53% de los jóvenes peruanos entre 18 y 24 años participaron de las protestas a través de marchas, cacerolazos o activismo en redes sociales.

 

La represión como segundo catalizador y recursos organizativos de los centennials

Pero hay un segundo shock moral que incentiva aún más la participación: la represión desmedida en Lima. Hay evidencia contradictoria sobre la relación entre represión y protesta. Sin embargo, algunos trabajos empíricos hacen notar que, en regímenes democráticos (aunque estos no estén consolidados), la represión tiende a incrementar la participación en la protesta a través del shock moral que produce la contradicción entre las promesas del régimen y la arbitrariedad del uso de la fuerza (Gupta, Singh y Sprague 1993, Carey 2006). La presión nacional e internacional termina evitando que la fuerza se use ilimitadamente en regímenes que aún no son abiertamente autoritarios. Los estallidos de 2019 en Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia ya demostraban este efecto de la represión y sin embargo el gobierno de Merino no lo tuvo en cuenta.

La difusión de la represión injustificada en tiempo real a través de todas las redes sociales generó un segundo shock moral, fundamentalmente, en los jóvenes que asistían por primera vez a las marchas y demostraban que su participación había sido pacífica. La represión ayudó a incrementar la participación en la protesta que durante esos seis días no dejó de crecer. La encuesta del IEP señala que el 37% de peruanos mayores de edad participaron en las protestas contra Merino a través de marchas, cacerolazos o en redes sociales. Más aún, IPSOS especifica que el 13% participó en marchas. Trece por ciento de peruanos adultos equivale a más de 2.7 millones de ciudadanos, lo que convertiría a esta en la campaña de protestas más grande y descentralizada en la historia del país.

La principal reacción a la violencia represiva fue la organización de la solidaridad. La represión policial se concentró en el centro de Lima para evitar que los manifestantes se dirigieran al Congreso y para dispersar las protestas. Pero, como no sucedía desde la dictadura, la policía utilizó gran cantidad de lacrimógenas y se disparó también perdigones y otros proyectiles, con los que terminaron asesinando a Brian Pintado e Inti Sotelo el sábado 14 de noviembre. Produjo también dos centenares de heridos y decenas de no ubicados que lentamente fueron encontrados en la semana siguiente. Algunos de ellos torturados. Pero este fue el escenario desde el lunes 9 de noviembre; en esos seis días los jóvenes usaron las redes ya no solo para difundir la represión, sino también para coordinar estrategias de defensa.

Diversos grupos se organizaron en brigadas de salud y de desactivadores de bombas lacrimógenas. Se hicieron colectas para comprar materiales para las brigadas y para apoyar a los familiares de las víctimas. Se coordinaron grupos de abogados para ir a comisarías y hospitales. En algunas universidades se formaron grupos de vigilancia que registraban a los que asistían a las marchas y se encargaban de contactarlos para confirmar su ubicación y si estaban bien. Es decir, se generó organización en la marcha. Aunque también se fue aprovechando organización previa que se usó por primera vez políticamente. Por ejemplo, como en Chile, las barras de fútbol fueron fundamentales en la formación de la primera línea de defensa. De otro lado, diversas tribus digitales que sabían atacar coordinadamente en redes usaron también estas estrategias para atacar a políticos y líderes de opinión opuestos a las protestas. Y todo esto se difundió por redes generando, al mismo tiempo, un gran rechazo a la barbarie de la represión y una enorme empatía con los jóvenes que en su gran mayoría protestaron pacíficamente. De acuerdo Chenoweth y Stephan (2011) u Omar Wasow (2020), estos son dos factores clave para garantizar el éxito de la protesta. Uno de los hashtags que más se utilizó fue “Esta generación no pone bombas, las apaga” con lo cual los jóvenes exorcizaban la asociación que aún se suele hacer en Perú entre manifestantes y subversivos (descalificándolos al vincularlos al viejo grupo terrorista Sendero Luminoso). De acuerdo a IPSOS el 86% apoya las protestas y 76% declara que hubo represión policial abusiva e injustificada.

El domingo 15 de noviembre, confrontado a una sociedad civil movilizada en todo el país que exigía su renuncia inmediata luego de la barbarie del sábado, Merino da un paso al costado. Pero la masiva protesta nacional no solo logra la renuncia de Merino sino también que la mayoría del Congreso, la “coalición vacadora”, elija un nuevo presidente, Francisco Sagasti, y una nueva mesa directiva del congreso de entre los pocos (19) congresistas que habían votado en contra de la vacancia.

 

La paradoja de la democracia sin partidos y el rol de las Fuerzas Armadas

Un par de factores más son importantes para entender el rápido fracaso del gobierno ilegítimo de Merino. En primer lugar, la gran debilidad e increíble torpeza de la coalición vacadora. El politólogo Steven Levitsky calificó la vacancia como “una de las conspiraciones más estúpidas del siglo XXI”. Es difícil comprender la racionalidad de los cálculos de quienes organizaron la vacancia y el gobierno ilegítimo si no se toma en cuenta que el Perú es una democracia sin partidos, donde políticos encerrados en sus intereses individuales están en un inacabable dilema del prisionero, con alianzas efímeras y prestos para la traición. Esto ha puesto en una situación precaria a los gobiernos de las últimas dos décadas. Varias movilizaciones antes del estallido ya habían bloqueado o deshecho decisiones del gobierno; por ejemplo, la nueva legislación que reducía los derechos laborales a trabajadores jóvenes (la llamada Ley Pulpín) o la remoción de fiscales valorados en la lucha contra la corrupción. La paradoja de la democracia sin partidos nos lleva a tener una clase política que provoca crisis permanentemente pero que, al mismo tiempo, puede ser rápidamente derrotada. Nos cuesta hacerlos avanzar, pero los podemos hacer retroceder.

Un segundo factor son las Fuerzas Armadas. El periodista Gustavo Gorriti reveló que en las últimas horas el gobierno de Merino hubo la intención de sacar a las FFAA a las calles para controlar las protestas, de establecer un toque de queda de 24 horas por varios días, y de realizar arrestos domiciliarios a quienes dirigían las manifestaciones. Las FFAA se habrían negado y esto probablemente responde a la masividad de las protestas y la unanimidad del rechazo al gobierno de Merino. Pero hay que reconocer que, desde la transición del 2000, las FFAA peruanas han evitado involucrarse en las diversas crisis políticas por las que hemos pasado. Probablemente los efectos de la Justicia Transicional han jugado también un rol disuasor que favorece su neutralidad.

 

De la unidad a la heterogeneidad de demandas

Finalmente, es importante resaltar que las movilizaciones en Perú no han acabado. El Perú del 15 de noviembre es distinto al del 9 de noviembre. Existe ahora una generación que se ha politizado en medio de una cruenta represión y de la épica del éxito de su protesta, circunstancia que va a tener secuelas en su lectura de cómo participar políticamente y a qué objetivos aspirar. Actualmente permanecen protestas por la justicia y reparación a las víctimas de la represión. Aunado a esto, se exige una reforma integral de la Policía Nacional del Perú, demandas ante las que el gobierno de Francisco Sagasti ya comenzó a ceder. Hay sin embargo otro bloque que además exige una Asamblea Constituyente. Esta era la eterna demanda de la izquierda peruana sin mayor eco fuera de sus espacios. Sin embargo, en el contexto de la pandemia, la encuestadora DATUM indicó a inicios de noviembre que el 56% de peruanos estaba a favor de cambiar la Constitución de 1993. Esta demanda, que no estaba en las calles, ahora sí está. Y está generando debates tanto en espacios académicos como en medios de comunicación y redes sociales. Aún está por verse qué tan masivas van a ser las movilizaciones por el tema y si la nueva participación política de los jóvenes va a moldear algunas de las propuestas en las elecciones de 2021.

Foto: Antonio Melgarejo / La República
Joven desactiva una bomba lacrimógena durante la protesta del 14 de noviembre.

Omar Coronel

Magíster en Ciencia Política por la Universidad de Notre Dame y candidato a doctor en Ciencia Política en la misma universidad. Es afiliado del Kellogg Institute for International Studies. Obtuvo su licenciatura en Sociología en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Actualmente se desempeña como docente en el Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP, donde es también co-coordinador del Grupo Interdisciplinario de Investigación en Conflictos y Desigualdades Sociales (GICO). Se especializa en protestas, movimientos sociales y sociedad civil en América Latina.