Hoy México atraviesa una de sus peores crisis políticas, sociales, económicas e incluso culturales. El país sangra y llora las muertes de miles y miles de personas atrapadas en una absurda y trágica guerra iniciada por el ex presidente Felipe Calderón y continuada por el actual presidente Enrique Peña Nieto. Hoy el México de ayer, ese país que pudo haber albergado algunas esperanzas de paz, mayor igualdad, crecimiento económico y una justa distribución de la riqueza, reconocimiento de la pluralidad y diversidad, así como la protección, promoción y defensa de los derechos humanos, está padeciendo la terrible, inexplicable y pasmosa incapacidad e insensibilidad de sus gobernantes.
El México de hoy, que será el México del mañana, si nos dejan, está sangrando y padeciendo una criminalidad que ha alcanzado, ya, niveles de deshumanidad nunca antes vistos, y sólo comparables a los más nefastos, ignominiosos y cruentos acontecimientos y episodios experimentados en los genocidios. Hemos tocado fondo; el país entero se nos desgrana.
La colusión y complicidad entre autoridades y criminales, la corrupción y su hermana, la impunidad, campean a sus anchas por todo el territorio mexicano, arrasando a su población y sembrando terror por todos y cada uno de los parajes por los que pasan. Mientras tanto, nuestros gobernantes, aquellos señores del poder por los que votamos, esperando que fueran capaces de atender nuestras demandas más sensibles y nuestras exigencias más sentidas, nos han traicionado.
Hoy, el pueblo, la sociedad, los y las ciudadanas, estamos solos; por lo menos los que gobiernan no nos acompañan y no podemos confiar en ellos, decidieron seguir su camino, tomar sus propias decisiones para cubrir y atender sus intereses y necesidades particulares y alejarse del soberano. Pero quizá no estemos del todo solos, nos tenemos a nosotras y a nosotros mismos, a nuestros hermanos y hermanas, a los que formamos el pueblo, a los que soñamos despiertos en un México mejor, más justo, más equilibrado.
Es en la sociedad donde debe recaer la enorme e histórica responsabilidad de encontrar soluciones y darle cauce a esta tragedia humanitaria que vive nuestra tierra, nuestra gente. Es en la sociedad donde podemos encontrar la solución a los devastadores problemas que hoy nos presenta la realidad. Hoy, es tiempo del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; hoy es el tiempo de la gente que quiere seguir creyendo que otro país puede surgir de las llamas que nos consumen; hoy es el momento de mirarnos unos a otros y reconocernos como parte de un colectivo que puede y debe hacer algo para salvarse y salvar a los que vienen detrás, a los que no están pero estarán, y también, hacer algo en memoria de los que estuvieron pero ya no están, ni estarán.
Es el tiempo de la memoria; pero también de la acción que permita recorrer nuevos y mejores caminos, más altos y dignos derroteros. Es el tiempo de las marchas como espacios de comunión, de expresión de sentires, como vasos comunicantes de lo social y concientizadores. Es momento de acciones colectivas, de razones compartidas. De dialogar, escuchar y aprender unos de otros.
La crisis actual de violencia que estamos viviendo es un aspecto a considerar si queremos evaluar nuestra situación en torno a la democracia. Las decisiones tomadas por los gobiernos y las acciones implementadas frente a esta problemática, muestran con enorme claridad la incapacidad e inoperancia de los gobernantes para dar respuestas satisfactorias a los problemas de la sociedad mexicana. Esto también deja ver la ingente corrupción y la impunidad, y, por supuesto, la colusión entre autoridades y delincuencia.
Frente a nosotros tenemos a gobiernos que cuentan con un amplio margen para tomar las decisiones de manera discrecional, tuercen la ley, pisotean las normas y manipulan las instituciones, aquéllas que tendrían la función de obligarlos a rendir cuentas. Esas instituciones son endebles y poco efectivas, ello permite a los gobernantes no informar a la ciudadanía, ni observar y cuidar el cumplimiento de la ley. En México pocas veces se gobierna pensando en el bien común. Los gobernantes gozan de una amplia discrecionalidad e impunidad en el ejercicio del poder político, lo que pone en entredicho y en una situación de franca fragilidad a la incipiente democracia mexicana.
El caso de Ayotzinapa es desgarrador y se inserta, precisamente, en este contexto. Lo ocurrido en ese municipio no puede volver a ocurrir nunca más, no debe permitirse que los perpetradores de este innombrable crimen de lesa humanidad salgan impunes. Los familiares de las víctimas de Iguala deben recibir respuestas por parte del gobierno y saber dónde están sus seres queridos. Tienen derecho a ello.
El Estado debe asumir su responsabilidad de cuidar y proteger la integridad de su población de una vez por todas, para eso se creó, no para otra cosa. Pero no ha sido así, el Estado de derecho brilla por su ausencia. El Estado mexicano es incapaz de cumplir con su principal cometido: cuidar la vida, seguridad e integridad de su población. El escenario actual es desalentador. Los actores políticos se dedican a desacreditarse y repartir culpas. Poco o nada han trabajado en la construcción de propuestas. Parecen estar más ocupados en encontrar elementos que sirvan para denostar a sus contrincantes políticos y en conservar sus espacios de poder y privilegios.
El futuro del país, o de su democracia (si eventualmente llegamos a tenerla —o el camino que hemos de recorrer para construirla, en todo caso)— se encuentra en los ciudadanos, en la sociedad independiente, en aquella que no tiene lazos con la descompuesta clase política, con los políticos profesionales que han dado una gran cantidad de señales y muestras de incapacidad, ceguera, indolencia, insensibilidad y desprecio frente a los problemas y tragedias que atosigan y laceran a nuestra gente un día sí, y el otro también.
Los vientos democráticos han de soplar con fuerza y vendrán de la gente, de las lágrimas derramadas, de las afrentas, de los lastimados, de los dolores más profundos; desde abajo, desde lo más hondo del dolor humano, desde ahí, habrá de surgir un nuevo país.
Si verdaderamente algún día hemos de ver el arribo de la democracia a México, con toda seguridad ésta no vendrá de palacio, hará su arribo de los campos, de las ciudades, de los estratos sociales más humillados y vilipendiados históricamente, de aquellos que por tantos y tantos años han padecido, o bien la indiferencia de los poderosos, o peor aún, el maltrato. Esa democracia tan anhelada, vendrá de la gente que a pesar de la adversidad mantiene incólume su dignidad y sus deseos de cambio, de soñar con un mundo distinto, en donde seamos capaces de vivir juntos sin matarnos unos a otros, sin sentir miedo, sin leer todos los días en los periódicos o en las redes sociales que se descubren nuevas fosas con restos humanos, en donde hay masacres, donde se desgajan familias y se vulneran sistemáticamente los derechos humanos por parte del Estado.
Cómo es posible que para el Estado mexicano lo inhumano, lo salvaje, la barbarie y las masacres, se hayan convertido en normalidad. Esto es inaceptable desde cualquier óptica. Ninguna democracia puede arribar a ninguna sociedad, mientras lo que prevalezca sea la desigualdad, la pobreza, la discriminación, la violencia, los asesinatos o las desapariciones forzadas.
Mientras la dignidad humana sea pisoteada y no se ponga en el centro de los intereses, la democracia se mantendrá, mucho me temo, a una buena distancia de nuestra órbita vital.