En la actualidad, el incremento de la desigualdad y el recrudecimiento de la exclusión han dominado la vida de las grandes ciudades, cuya configuración está marcada por urbanizaciones desbordadas. A decir de Álvarez y Delgado (2014), la fragmentación social hoy día se manifiesta en las crisis de la vivienda y de la provisión de servicios urbanos, en el aumento de la pobreza, así como en la disputa por el territorio llevada a cabo por grandes inversionistas beneficiados por políticas que favorecen esquemas de privatización de bienes comunes y de espacios públicos.
Los procesos de urbanización contemporáneos han sido centrales para entender, entre otras cosas, la implementación diferenciada del modelo neoliberal. La visión neoliberal de la ciudad, cuya lógica y ejecución regulan, por ejemplo, los mercados del suelo y la propiedad inmobiliaria, tiene como propósito asegurar la acumulación del capital bajo el discurso del crecimiento económico (Harvey, 2013). Para Miguel Amorós (2011), el capital ha producido y moldeado tanto espacios propios, instrumentales y manipulables, como a quienes con esa lógica los hacen suyos.
Con el propósito de favorecer el crecimiento urbano y el supuesto bienestar adjunto, gobiernos e inversionistas consiguen enormes créditos y deuda, respaldados por el imperativo discursivo de la necesidad económica (Bruff, 2014). La adquisición de deuda en el sistema bancario, contraída a cambio de la generación de valor, se hará posteriormente pública, sin aviso, consulta previa o beneficio alguno para la mayor parte de la ciudadanía. Los recortes al gasto y la austeridad que impone la obligación de pagos, los intereses que no dejan de crecer y la corrupción que hizo todo esto posible, se convierten en los mecanismos que operan para atar y forzar a los gobiernos a negociar y a permitir tanto la extracción como la reinversión de capitales, a cambio de hipotecar el futuro de sociedades enteras. No resulta entonces extraño que los banqueros, los promotores de diversa índole, así como las empresas de la construcción refuercen el poder de una clase dominante en el proceso urbano (Harvey, 2013).
Los gobiernos elegidos mayoritariamente vía las urnas, no sólo impulsan los cambios constitucionales o normativos necesarios para favorecer este esquema de extracción, sino que lo complementan muchas veces con el ejercicio de la violencia política cuyo fin es hacer del territorio un medio disponible para la obtención de valor (Sassen, 2014; Gago y Mezzadra, 2015). Los desplazamientos forzados, la contaminación, la devastación ambiental y demás expresiones de la expulsión comandada por los gobiernos, complementan el despojo urbano y el quiebre social. En el desarrollo de las grandes ciudades, los proyectos del capitalismo neoliberal conducen irrevocablemente a un desastre que será social antes que ecológico (Garnier, 2006).
Uno de los puntos centrales de esta lógica no se ubica tanto en el control espacial de la edificación de las ciudades, sino en la tecnificación de la respuesta a los problemas de la desigualdad, la exclusión, la sobrepoblación y otros inconvenientes que representan, para quienes comandan este proceso, la lucha contra un nuevo enemigo interior: el pobre, el sin techo, el migrante, miembros de las clases populares a los que se busca segregar o dividir con el fin de evitar que exploten en una oposición articulada (Garnier, 2006).
Cuando se difunde por los medios comerciales de comunicación o a través de los discursos de la clase política que resulta sumamente necesario atraer inversiones para construir una mejor ciudad, se omite mencionar que los gobiernos profundizarán todavía más el control sobre ciertos aspectos sociales con el propósito de que no se entorpezca el proceso de generación de valor (Harvey, 2012). Además de desalojar predios, de encarcelar o detener activistas de forma arbitraria, de expropiar espacios públicos, de suprimir o suspender derechos, de legislar a favor de la circulación del capital, los gobiernos se encargan, al mismo tiempo y de forma en extremo hipócrita, de alentar los sentimientos nacionalistas o populistas más nocivos.
En este proceso de generación de valor vía el endeudamiento y la privatización, se encuentra el arrebato no sólo de la tierra, del agua y de otros elementos del paisaje natural y urbano, sino el despojo de nuestra subjetividad, de nuestro trabajo y de nuestra creatividad. En las ambiciones del capitalismo está el acaparamiento de la naturaleza, de las ideas, de la información, de conocimientos y códigos culturales, así como de las relaciones sociales y afectos que son parte de lo que Hardt y Negri (2010) denominan lo común.
En el proceso de valorización del capital, el saqueo de lo común (medios naturales y humanos), asegurado en parte por el peso del sector financiero (Lazzarato, 2012; Fumagalli, 2013), es posible gracias a la separación violenta de las personas de sus medios de subsistencia. El apartamiento de las personas de los materiales para producir, de la tecnología, del entorno natural, de sus lugares de arraigo, puede ir, para De Angelis (2012), de las coerciones impuestas por las relaciones económicas del mercado (exaltación de la flexibilidad y la competitividad, amenazas de despido y precarización), a las fuerzas que se imponen a través de medidas que no son propiamente económicas (invasiones, guerras, desplazamientos forzados). El ejercicio de la violencia se dirige siempre hacia poblaciones que poseen formas de acceder a los medios de producción o que amenazan con reapropiárselos.
Bajo la máscara neoliberal, presente en múltiples formas de acuerdo con el contexto intervenido, el capitalismo opera como una gigantesca acción de despojo, de acaparamiento, de apropiación y monopolización tanto de la riqueza social como de los bienes naturales. En esta lógica, el modelo neoliberal supone también la supresión de derechos y de formas de participación política, así como la atomización de los individuos en sus comunidades (Gilly, Gutiérrez y Roux, 2006).
Una de las expresiones más claras de este proceso general de expoliación, es la generación constante de fronteras de distinción, posibles muchas veces gracias a la exclusión y la estigmatización. La creación, reproducción e instrumentalización de las desigualdades raciales, de género, de clase, de generación o nacionalidad excluyen a una enorme cantidad de personas, quienes no poseen ya valor como fuerza de trabajo ni como consumidoras de bienes y de servicios. Lo que el uso de estas desigualdades crea es el valor generado a través del usufructo de los territorios en los que esa gente habita (Sassen, 2014).
Muchas veces, a los excluidos se les agrupa bajo la categoría de minorías, invento moderno de gobierno que en los estados nacionales se empleó con la finalidad de hacer legibles –controlables– poblaciones y territorios difusos, caóticos e inexplorables (Scott, 1998; Appadurai, 2007). Hoy día, en el capitalismo neoliberal, la identificación de minorías evidencia no sólo la dificultad de los intentos estatales por capturar esas poblaciones y territorios –vía los impuestos, los censos o el clientelismo–, sino el desengaño ante los proyectos nacionales patrocinados por los mismos estados (Appadurai, 2007).
Las frustraciones de los gobiernos y de los mercados generadas al intentar incorporar a esta gente marginal (como contribuyentes o como sujetos de crédito), se acrecientan al reconocer que las minorías son necesarias para prestar servicios y generar valor. Pero si los marginales son indispensables para limpiar casas, cuidar niños o realizar trabajo a destajo, el desagrado entre gobiernos y mercados tampoco deja de agudizarse al representar aquellos lo agreste, lo salvaje, el elemento reacio e irracional que se opone al control y a la legibilidad:
Su estatus jurídicamente ambiguo ejerce presión sobre las constituciones y los ordenamientos legales. Sus movimientos desafían la vigilancia de las fronteras. Sus transacciones financieras borran las líneas divisorias entre las economías nacionales y entre las transacciones lícitas y las delictivas. Sus idiomas exacerban las preocupaciones sobre la coherencia cultural de la nación. Sus estilos de vida son un modo sencillo de desplazar las tensiones comunes de la sociedad, especialmente en las sociedades urbanas. Su política suele ser multifocal, por lo que resultan siempre fuente de inquietud para el mantenimiento de la seguridad. (Appadurai, 2007: 63)
El discurso de las clases peligrosas comienza entonces a resurgir y a acentuarse, produciendo prácticas cuyo fin es profundizar las desigualdades. Entre otras cosas, los márgenes (los barrios, los guetos, los asentamientos irregulares) comienzan a percibirse como patológicos, lamentables, en las orillas de la sociedad. A decir de Francois Dubet (2015), estas categorías de juicio comienzan a interiorizarse con una fuerza tal que los mismos marginales se esfuerzan por escapar de ellas o bien por alejarse de quienes son todavía más pobres, más peligrosos, con lo que contribuyen a reproducir los mecanismos que los victimizan.
En el mundo actual, la pérdida de la certidumbre que aseguraba la lectura de la sociedad dividida en clases, comienza a generar desigualdades y exclusiones múltiples que complejizan visiones del mundo fijas y dicotómicas (burgueses-proletarios), lo que da lugar al trazado de fronteras interiores móviles que separan a quienes están dentro de quienes se sitúan fuera. La pérdida de la solidaridad conlleva la multiplicación de luchas banales que apuntan a justificar y reproducir pequeñas desigualdades que fijan las posiciones sociales adquiridas o aseguradas tras largos esfuerzos, desplazando los riesgos hacia quienes están más precarizados (Dubet, 2015).
La construcción y la fijación de los márgenes sumen entonces más a los excluidos en posiciones sociales desventajosas (Piven y Cloward, 1979), dejándoles sin los recursos ni la legitimidad para hacer oír y valer sus voces (Dubet, 2015). Para los ojos públicos, los excluidos aparecen sólo como problemas sociales, como los responsables de su propio infortunio (Dubet, 2015).
Sin embargo…
En los márgenes, los excluidos resisten, se rebelan y disienten frente a las fuerzas que los empujan hacia fuera de lo social. Las resistencias diarias de esta gente, de forma predominante, se caracterizan por ser tipos de lucha social silenciosa, oculta o disfrazada que constantemente retan a la institucionalidad excluyente. Estas resistencias, que toman muchas veces parte en el terreno del enemigo (Scott, 1985, 2009; De Certeau, 1984), persiguen la distribución de bienes, la satisfacción de necesidades apremiantes y el logro de espacios de autonomía (Bayat, 2000), todo ello basado en la construcción de relaciones de solidaridad y reciprocidad que pueden articularse con prácticas de contestación abierta a la dominación.
Estas prácticas a pequeña escala poseen un enorme potencial político en dos sentidos. En primer lugar, las resistencias cotidianas aceptan, aunque sea de forma relativa, la dominación, sea para confrontarla (al identificarla con un enemigo que la ejerce: el Estado o el capital), para beneficiarse de ella (al solicitar bienes, servicios o al reivindicar derechos) o para huir de ella (al impulsar proyectos de organización autónoma o al evadir la represión). Pero estas resistencias presentan también un enorme potencial liberador, en la medida en que se rebelan contra la opresión y por valores que se asumen universales: la libertad, la dignidad, la integridad, la seguridad o la autonomía. A pesar de que la gente experimenta la exclusión y la privación en contextos concretos, cuestión que da forma a sus agravios (Piven y Cloward, 1979), la misma gente enarbola una moral de lucha contra la dominación y por la defensa de lo común: la vida, el esparcimiento, la información, la creatividad, la naturaleza…
La lucha de los estigmatizados (revoltosos, sucios, promiscuos, sentencia la voz del Estado y de los medios de comunicación comercial) a los que se reprime, hostiga o sobaja con argumentos y prácticas racistas o clasistas, se yergue frente a intentos claros de captura de los gobiernos y de los sectores dominantes. La prisión por actividades políticas, el levantamiento de censos o informes y el clientelismo o la cooptación, se manifiestan como estrategias de operación estatales a las cuales se contesta a través de la reprobación de la corrupción, de la expulsión del Estado de la vida cotidiana, de la okupación, de los proyectos autónomos, del tejido de alianzas, de la autodefensa o del despliegue de repertorios de protesta.
En los márgenes, las luchas cotidianas por lo común dan muestra de esfuerzos que pueden socavar el orden mientras entretejen nuevos horizontes de lucha política en las orillas internas de las ciudades. Las expulsiones de poblaciones pobres de áreas urbanas cuyo fin es dar cabida a planes de especulación inmobiliaria, empiezan a plantear alternativas políticas que confrontan consensos ideológicos dominantes como aquel que reza que no hay alternativa a la democracia representativa y al libre mercado.
Las izquierdas y el vocabulario político
Según Costas Douzinas y Slavoj Zizek (2010), hay en el capitalismo contemporáneo un esfuerzo por despolitizar todos los asuntos, precisamente por el avance de todo el despojo de lo que nos es común: la naturaleza, la cultura y la propia vida. Frente a esto, las formas de organización y movilización de izquierdas están en un profundo trabajo de elaborar proyectos alternativos que se antepongan a este proyecto de muerte. Entre estas tareas emancipatorias, llama la atención una de ellas: la lucha en el terreno del vocabulario político.
Para Michael Hardt (2010), muchos conceptos de este vocabulario (democracia, comunismo, libertad) han sido corrompidos, por lo que su invocación parece muchas veces anacrónica o inútil. No obstante, continúa el autor, no podemos olvidar la larga batalla que se dio por ellos. De cara a los intentos por privatizar la naturaleza, el espacio urbano o la cultura, la lucha por el significado de la democracia, por ejemplo, debe ser central; el objetivo: evitar que su empleo sea monopolio de empresarios y políticos profesionales. La democracia debe significar el manejo común de lo común (Negri, 2010).
Y si la lucha es por lo común, ¿por qué no reinventar el concepto comunismo? No se trataría de seguir el tramposo juego que cuestiona qué sistema es mejor, si comunismo o capitalismo, como si la opción estuviera en optar por el menor de los males, ya que ambos sistemas tienen las manos manchadas de sangre; de lo que se trata, en cambio, es de cambiar las relaciones sociales que ha instituido el capitalismo a través de retomar los momentos e ideas comunistas que son producto de las luchas de las y los excluidos por sus demandas y derechos. Se trata de formar nuevos equilibrios y balances, de acuerdo con Rancière (2010), de revalorar lo común y formar a partir de ello formas de organización mejores, como las instituciones logradas por las batallas dadas desde abajo a lo largo de la historia: asambleas, consejos, comunas…
De lo que se trataría, en otras cosas, sería de incluir a tod@s l@s expulsad@s (trabajador@s, migrantes, desemplead@s, irregulares). Las barreras internas que encuentran apoyo en la reproducción de las grandes y pequeñas desigualdades (de clase, de nacionalidad, de género, de raza) deben ser entonces puestas en entre dicho y derribadas.
La ciudad parece ser uno de los tantos buenos sitios para comenzar.
Bibliografía
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